La idea de que la atracción y exportación de capital transnacional es la principal fuente de crecimiento económico, progreso y “desarrollo” se ha consolidado, como si de un axioma irrefutable se tratase, en el actual orden neoliberal. Pero atraer y promover la Inversión Extranjera Directa (IED) deja, en multitud de territorios y poblaciones, una marca que poco tiene que ver con los banales (y ciertamente poco responsables) discursos del tipo “marca España”. Una de esas huellas, profunda y, en muchos casos, irremediable, es la derivada de los impactos socioambientales que provocan las grandes corporaciones. La llegada de multinacionales, especialmente a lugares donde abundan los recursos naturales, desmonta la sobre-extendida ecuación que equipara inversión extranjera y desarrollo.
Los análisis clásicos sobre el desarrollo tienden a plantearse en un nivel teórico que ignora deliberadamente la interdependencia del sistema económico con otras dimensiones de la realidad. Sin embargo, tal y como establece el marco del Desarrollo Humano Sostenible, existe una serie de variables de carácter no económico que constituyen condiciones indispensables para que los procesos de desarrollo[1] sean posibles. Una de ellas es la medioambiental.
La economía ecológica explica que economía, sociedad y naturaleza no son partes diferentes y aisladas. Al contrario: todo sistema económico es producto de un sistema social que, a su vez, vive, se organiza y extrae los recursos que necesita de un ecosistema. El ecosistema ofrece determinadas posibilidades e impone unos límites físicos al modelo de organización social y económico. Preservar el equilibrio ecológico pasa por respetar estos límites. Es decir, para ser sostenible, el sistema debe consumir energía y recursos y generar residuos en la medida en que la tierra es capaz de renovarlos y asimilarlos. Desde esta perspectiva, es evidente que el capitalismo, un sistema que para su propia supervivencia precisa mantener un consumo creciente de recursos y energía y que está orientado exclusivamente hacia la maximización del lucro individual, es medioambientalmente insostenible.
Pero más allá del planteamiento de la economía ecológica, existe un amplio consenso en torno al papel de los ecosistemas en la economía y el bienestar humano, hasta el punto de que la sostenibilidad ha sido asumida e incorporada a la agenda de la cooperación internacional. Así, los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) formulados por Naciones Unidas, a través del objetivo 7 (que pretende garantizar la sostenibilidad ambiental), incluyen metas e indicadores que ver con:
La incorporación de los principios del desarrollo sostenible en las políticas y los programas nacionales y la reducción de la pérdida de recursos del medio ambiente;
Hoy, uno de los escenarios clave para comprender las fuertes interdependencias que vinculan el bienestar humano con el entorno es América Latina. Y es que es ésta una región estratégica a nivel global que, como subraya la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), “presta importantes servicios ecosistémicos globales”, como “la regulación de la contaminación atmosférica, la regulación de los ciclos hidrológicos y climatológicos, la regeneración de la fertilidad de los suelos, la descomposición de residuos, la absorción de contaminantes y la polinización de cultivos”[2].
ODM, transnacionales, medioambiente y desarrollo
El consenso internacional en torno a la relevancia de la preservación medioambiental, así como las denuncias de múltiples colectivos sociales, han hecho que las multinacionales dediquen muchos esfuerzos en proyectar una imagen de sostenibilidad que legitime sus acciones. De la retórica de la Responsabilidad Social Corporativa a discursos más sofisticados, apoyados en investigaciones “académicas” de numerosos think tanks[3], las multinacionales pretenden erigirse en la actualidad en “actores protagonistas” de las políticas y discursos sobre el desarrollo sostenible.
Sin embargo, las transnacionales son responsables de innumerables impactos socioambientales. Sus prácticas, según muestran multitud de investigaciones, son sistemáticas y requisito indispensable para la obtención de la máxima rentabilidad, objetivo último (en eso sí coinciden todos los análisis) de las grandes empresas.
Si tenemos en cuenta, simplemente, los limitados parámetros propuestos por el ODM 7, y analizamos la contribución de la inversión extranjera directa y las transnacionales a cada una de esas metas en América Latina, llegamos a la conclusión de que sus prácticas no contribuyen en modo alguno al desarrollo.
En este sentido y partiendo de esas metas, podríamos categorizar los impactos generados por las multinacionales. Impactos que no sólo no ayudan a alcanzar dichas metas, sino que más bien caminan en sentido contrario a las propuestas de la ONU sobre el desarrollo sostenible.
En cuanto a la meta 1 (incorporación de principios del desarrollo sostenible en políticas y programas nacionales y reducción de la pérdida de recursos del medio ambiente), las multinacionales en América Latina han fomentado el modelo extractivista imperante en la región gracias a la asimetría jurídica comercial y al poder de sus lobbies, que inhiben en muchos países la puesta en marcha de legislaciones para preservar el medioambiente.
El alza de los precios de las materias primas en los mercados internacionales en los últimos años se ha traducido en una tendencia neoextractivista de las economías de América Latina. La explotación de grandes minas de carbón, oro y otros recursos naturales para la exportación está atrayendo crecientes flujos de IED: en 2010 el 43 por ciento del total de la entrada de IED en Sudamérica estuvo destinada a la explotación de materias primas, fundamentalmente minería metálica, hidrocarburos y alimentos.
Precisamente la actividad petrolera y gasista tiene impactos particularmente graves para los ecosistemas: desplazamientos de tierra y modificación del curso de las corrientes de agua (en la fase de exploración), deforestación, destrucción del entorno (para la construcción de plantas y vías de acceso), vertidos, incineración de sustancias, fugas y derrames, emisión de gases contaminantes y lluvias ácidas, entre otros. Las corporaciones más denunciadas por sus impactos medioambientales son las dedicadas al sector minero y petrolero. El papel crucial de estos sectores en el capitalismo hace que, a pesar de estar bajo protección, muchas regiones con alto valor ecológico estén siendo explotadas y destruidas.
Por otro lado, las multinacionales no sólo contribuyen a la pérdida de biodiversidad (meta 2) sobreexplotando especies (el caso del cultivo de camarón de la empresa Pescanova en Nicaragua, por ejemplo), sino también destruyendo hábitats mediante la deforestación y sustitución de bosque por tierras de pasto y por monocultivos; contaminando; introduciendo especies foráneas (incluidas las transgénicas, paradigmático es el caso de la soja y de multinacionales como Monsanto en Argentina); y fragmentando el territorio[4].
Un ejemplo significativo de los impactos de las multinacionales sobre la biodiversidad es el del parque nacional Aguaragüe en Bolivia[5]. Más allá de tener una importancia ecológica e hidrológica vital para la región (cerca del 70 por ciento del agua para consumo humano y agricultura del Chaco boliviano proviene de este parque)[6] y de ser territorio del pueblo guaraní, concentra multitud de intereses económicos que presionan e impactan sobre la biodiversidad y las poblaciones de toda la región (multinacionales de los hidrocarburos, infraestructuras, explotación maderera, monocultivos transgénicos e hidroeléctricas operan en el parque).
El cien por cien de la superficie del parque está sujeta a las actividades y concesiones hidrocarburíferas. Está atravesado por varios gaseoductos que trasladan el gas producido por empresas como Repsol, Petrobras, Petroandina, YPFB o British Gas. Varios informes denuncian la contaminación de cuencas y suelos que afectan a la biodiversidad, cultivos y salud.
La meta 3, que pretende asegurar el acceso sostenible al agua potable y a servicios básicos de saneamiento, se ve también obstaculizada por los intereses de las transnacionales, que juegan un papel fundamental en los procesos de privatización y acaparamiento del recurso. América Latina, la región más rica del mundo en agua dulce, es clave para las empresas que pretenden hacerse con la gestión del agua y saneamiento de sus ciudades. Al mismo tiempo, la creciente actividad de las corporaciones mineras tiene serios impactos sobre los recursos hídricos, con severos efectos sobre el medio ambiente y las poblaciones.
Es el caso de la mina de oro Cerro Blanco, de la canadiense Goldcorp, situada en Guatemala y que afecta a una de las reservas naturales más importantes de El Salvador, el lago de Güija. La mesa nacional contra la minería metálica informa de que el drenaje de aguas termales en la mina está contaminando el lago con metales pesados que, a su vez, llegan a la cuenca alta del río Lempa, columna vertebral de la red hídrica salvadoreña. El acaparamiento del recurso hídrico es otro de los impactos recogidos en el informe emitido por la Procuraduría de Defensa de los Derechos Humanos del país: el procesamiento de los materiales para obtener oro y plata requiere el consumo de casi 4.000 litros de agua por cada onza de mineral extraído[7], lo que equivale a 95 veces el consumo medio diario de una persona.
¿Son las transnacionales esenciales para un desarrollo humano sostenible o más bien son protagonistas de la depredación socioambiental?
Los análisis clásicos sobre el desarrollo tienden a plantearse en un nivel teórico que ignora deliberadamente la interdependencia del sistema económico con otras dimensiones de la realidad. Sin embargo, tal y como establece el marco del Desarrollo Humano Sostenible, existe una serie de variables de carácter no económico que constituyen condiciones indispensables para que los procesos de desarrollo[1] sean posibles. Una de ellas es la medioambiental.
La economía ecológica explica que economía, sociedad y naturaleza no son partes diferentes y aisladas. Al contrario: todo sistema económico es producto de un sistema social que, a su vez, vive, se organiza y extrae los recursos que necesita de un ecosistema. El ecosistema ofrece determinadas posibilidades e impone unos límites físicos al modelo de organización social y económico. Preservar el equilibrio ecológico pasa por respetar estos límites. Es decir, para ser sostenible, el sistema debe consumir energía y recursos y generar residuos en la medida en que la tierra es capaz de renovarlos y asimilarlos. Desde esta perspectiva, es evidente que el capitalismo, un sistema que para su propia supervivencia precisa mantener un consumo creciente de recursos y energía y que está orientado exclusivamente hacia la maximización del lucro individual, es medioambientalmente insostenible.
Pero más allá del planteamiento de la economía ecológica, existe un amplio consenso en torno al papel de los ecosistemas en la economía y el bienestar humano, hasta el punto de que la sostenibilidad ha sido asumida e incorporada a la agenda de la cooperación internacional. Así, los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) formulados por Naciones Unidas, a través del objetivo 7 (que pretende garantizar la sostenibilidad ambiental), incluyen metas e indicadores que ver con:
La incorporación de los principios del desarrollo sostenible en las políticas y los programas nacionales y la reducción de la pérdida de recursos del medio ambiente;
- La pérdida de biodiversidad;
- El acceso a agua potable y servicios básicos de saneamiento;
- La mejora de la vida de las y los habitantes de barrios marginales.
Hoy, uno de los escenarios clave para comprender las fuertes interdependencias que vinculan el bienestar humano con el entorno es América Latina. Y es que es ésta una región estratégica a nivel global que, como subraya la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), “presta importantes servicios ecosistémicos globales”, como “la regulación de la contaminación atmosférica, la regulación de los ciclos hidrológicos y climatológicos, la regeneración de la fertilidad de los suelos, la descomposición de residuos, la absorción de contaminantes y la polinización de cultivos”[2].
ODM, transnacionales, medioambiente y desarrollo
El consenso internacional en torno a la relevancia de la preservación medioambiental, así como las denuncias de múltiples colectivos sociales, han hecho que las multinacionales dediquen muchos esfuerzos en proyectar una imagen de sostenibilidad que legitime sus acciones. De la retórica de la Responsabilidad Social Corporativa a discursos más sofisticados, apoyados en investigaciones “académicas” de numerosos think tanks[3], las multinacionales pretenden erigirse en la actualidad en “actores protagonistas” de las políticas y discursos sobre el desarrollo sostenible.
Sin embargo, las transnacionales son responsables de innumerables impactos socioambientales. Sus prácticas, según muestran multitud de investigaciones, son sistemáticas y requisito indispensable para la obtención de la máxima rentabilidad, objetivo último (en eso sí coinciden todos los análisis) de las grandes empresas.
Si tenemos en cuenta, simplemente, los limitados parámetros propuestos por el ODM 7, y analizamos la contribución de la inversión extranjera directa y las transnacionales a cada una de esas metas en América Latina, llegamos a la conclusión de que sus prácticas no contribuyen en modo alguno al desarrollo.
En este sentido y partiendo de esas metas, podríamos categorizar los impactos generados por las multinacionales. Impactos que no sólo no ayudan a alcanzar dichas metas, sino que más bien caminan en sentido contrario a las propuestas de la ONU sobre el desarrollo sostenible.
En cuanto a la meta 1 (incorporación de principios del desarrollo sostenible en políticas y programas nacionales y reducción de la pérdida de recursos del medio ambiente), las multinacionales en América Latina han fomentado el modelo extractivista imperante en la región gracias a la asimetría jurídica comercial y al poder de sus lobbies, que inhiben en muchos países la puesta en marcha de legislaciones para preservar el medioambiente.
El alza de los precios de las materias primas en los mercados internacionales en los últimos años se ha traducido en una tendencia neoextractivista de las economías de América Latina. La explotación de grandes minas de carbón, oro y otros recursos naturales para la exportación está atrayendo crecientes flujos de IED: en 2010 el 43 por ciento del total de la entrada de IED en Sudamérica estuvo destinada a la explotación de materias primas, fundamentalmente minería metálica, hidrocarburos y alimentos.
Precisamente la actividad petrolera y gasista tiene impactos particularmente graves para los ecosistemas: desplazamientos de tierra y modificación del curso de las corrientes de agua (en la fase de exploración), deforestación, destrucción del entorno (para la construcción de plantas y vías de acceso), vertidos, incineración de sustancias, fugas y derrames, emisión de gases contaminantes y lluvias ácidas, entre otros. Las corporaciones más denunciadas por sus impactos medioambientales son las dedicadas al sector minero y petrolero. El papel crucial de estos sectores en el capitalismo hace que, a pesar de estar bajo protección, muchas regiones con alto valor ecológico estén siendo explotadas y destruidas.
Por otro lado, las multinacionales no sólo contribuyen a la pérdida de biodiversidad (meta 2) sobreexplotando especies (el caso del cultivo de camarón de la empresa Pescanova en Nicaragua, por ejemplo), sino también destruyendo hábitats mediante la deforestación y sustitución de bosque por tierras de pasto y por monocultivos; contaminando; introduciendo especies foráneas (incluidas las transgénicas, paradigmático es el caso de la soja y de multinacionales como Monsanto en Argentina); y fragmentando el territorio[4].
Un ejemplo significativo de los impactos de las multinacionales sobre la biodiversidad es el del parque nacional Aguaragüe en Bolivia[5]. Más allá de tener una importancia ecológica e hidrológica vital para la región (cerca del 70 por ciento del agua para consumo humano y agricultura del Chaco boliviano proviene de este parque)[6] y de ser territorio del pueblo guaraní, concentra multitud de intereses económicos que presionan e impactan sobre la biodiversidad y las poblaciones de toda la región (multinacionales de los hidrocarburos, infraestructuras, explotación maderera, monocultivos transgénicos e hidroeléctricas operan en el parque).
El cien por cien de la superficie del parque está sujeta a las actividades y concesiones hidrocarburíferas. Está atravesado por varios gaseoductos que trasladan el gas producido por empresas como Repsol, Petrobras, Petroandina, YPFB o British Gas. Varios informes denuncian la contaminación de cuencas y suelos que afectan a la biodiversidad, cultivos y salud.
La meta 3, que pretende asegurar el acceso sostenible al agua potable y a servicios básicos de saneamiento, se ve también obstaculizada por los intereses de las transnacionales, que juegan un papel fundamental en los procesos de privatización y acaparamiento del recurso. América Latina, la región más rica del mundo en agua dulce, es clave para las empresas que pretenden hacerse con la gestión del agua y saneamiento de sus ciudades. Al mismo tiempo, la creciente actividad de las corporaciones mineras tiene serios impactos sobre los recursos hídricos, con severos efectos sobre el medio ambiente y las poblaciones.
Es el caso de la mina de oro Cerro Blanco, de la canadiense Goldcorp, situada en Guatemala y que afecta a una de las reservas naturales más importantes de El Salvador, el lago de Güija. La mesa nacional contra la minería metálica informa de que el drenaje de aguas termales en la mina está contaminando el lago con metales pesados que, a su vez, llegan a la cuenca alta del río Lempa, columna vertebral de la red hídrica salvadoreña. El acaparamiento del recurso hídrico es otro de los impactos recogidos en el informe emitido por la Procuraduría de Defensa de los Derechos Humanos del país: el procesamiento de los materiales para obtener oro y plata requiere el consumo de casi 4.000 litros de agua por cada onza de mineral extraído[7], lo que equivale a 95 veces el consumo medio diario de una persona.
¿Son las transnacionales esenciales para un desarrollo humano sostenible o más bien son protagonistas de la depredación socioambiental?
Ane Garay y Silvia M. Pérez son investigadoras del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) – Paz con Dignidad.
Este artículo ha sido publicado en el número 56 de Pueblos – Revista de Información y Debate, abril de 2013.
NOTAS:
- Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), “la sostenibilidad ambiental se refiere al aspecto ambiental, indisociable pero distinguible, del desarrollo sostenible: responder a las necesidades humanas presentes sin destruir la capacidad del medio ambiente para atender estas necesidades en el largo plazo”. CEPAL, Objetivos de Desarrollo del Milenio en América Latina y el Caribe, www.eclac.cl/mdg/GO07.
- Ídem.
- Véanse, por ejemplo, los estudios impulsados por el Real Instituto Elcano: Iliana Olivié et al., La ‘caja negra’ del impacto de la inversión directa en el desarrollo, RIEC, 2010; ídem, Inversión Directa Extranjera y desarrollo: recomendaciones a la cooperación española, 2011.
- González Reyes, Luis (2011): Sostenibilidad ambiental: un bien público global, Plataforma 2015 y más, Madrid.
- Base de datos de conflictos territoriales en Bolivia (2006-2012), CEDIB-Diakonía, 2012. Véase también, para un panorama general, el artículo de Mónica Oblitas y R. Sagárnaga “Aguaragüe, una reserva en riesgo”, Los Tiempos, 2 de mayo de 2010.
- Fundación Madalbo: “¿Agua para el Chaco o hidrocarburos para las transnacionales?”, Petropress, CEDIB, 25 de junio de 2011.
- Larios de López, Dina; Guzmán, Herbert; Edgardo, Mira: “Riesgos y Posibles Impactos de la Minería Metálica El Salvador”, Revista de Estudios Centroamericanos, Volumen 63, Número 711-712, 80. Citado en Informe especial sobre el proyecto minero ‘Cerro Blanco’ y las potenciales vulneraciones a Derechos Humanos en la población salvadoreña.
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